Camino por el mundo, lo
recorro a través de los huecos de las cosas, de los que las cosas hacen en mí. Busco morar el más
allá en un más acá que se desborda desde el centro de mi pecho. El pecho es una plaza y
en la plaza hay un palabrar del que sólo soy la boca. Es la angustia de la
nada, la angustia de la falta de la nada que me arranca de las apariencias.
Transcurro el sendero de mi lengua y miro: el palabrar es un árbol de signos.
Discurriendo el subterráneo curso multiverjo en su espesura.
A veces me detengo en una
palabra, se reúne con otras y escucho su conversación, observo su disfraz de
letras y me devoro con los ojos su emperifollaje de signos de puntuación. Son
seres que deambulan por su bosque, que abisman las penurias hasta dejarse
atravesar por lo innombrado. Árboles cuyas raíces son ramas de otros árboles;
caótico arbolar de signos que persigue la gigantesca sombra sin cuerpo del
origen.
Es por el caos que la verdad
se renuncia, que reniega su ilusoria posesión para desplegar en otra
imposibilidad: la de entregarse a la Verdad. La verdad sostenida por el Otro,
avatar del Ser. Otro que nos deja sin saber si hay un centro de la arboladura,
al que se encuentra en el arrojo, por el simple gusto de entregarse al raizal que en su redil inscribe, por escurrir como hilos hechos de hilos y emerger
como verdadera trama: el mundo y la vida.
Lenguaje caótico, lenguaje
fortuito, lenguaje legal; lenguaje dinámico, canónico, cosmogónico. El lenguaje
mole significante, materia que en la forma busca su naturaleza
material, erotizada urgencia. En el acto de nombrar se da a luz a la palabra
que busca su destino. Mares de palabras que hacen lenguaje, aguas que son así
de aguas por la razón de su entramaje. Surge la palabra a la luz por ser brote
del abismo.
¿Y cuál es el destino de la
palabra?, ¿cuál si suponemos que la palabra tiene ser? La palabra quiere
devenir ella misma. El amor es el deseo de entrega de la madre y el de ser recibida
por el hijo, el deseo del padre es su simiente; se conforma una imagen del amor: un entramado de faltas que nos enredan en su nada.
La palabra que se ama y se elige, la que no dice nada. Las palabras buscan a la Razón y le preguntan
su sentido. Hallan su naturaleza. Nombrar es un acto de amor y la palabra que se pasea por el
pensamiento es la palabra que se quiere a sí misma, aún soñando en su palabrimorfo
tiempo mítico; se quiere es decir que busca conquistarse; la palabra quiere ser
deseada por el poeta para darse una existencia plena. La inspiración es la
madre y la razón el padre: el poeta encarnación de ambos, tan carne como falta
que imprime su falta. La palabra en falta: la palabra indigente no posee su
esencia, su esencia es otra, quizás oculta en su forma.
La palabra que se ama se urge
a sí misma, el poeta es el instrumento para su satisfacción. La palabra,
componente del lenguaje, unidad de significado; plurilabrería, nacisión,
coopulación, coexistencia de tejidos significantes, enredadura de raíces
hundidas en la terrazón silábica, palabrecimiento.
El lenguaje busca su
propia transgresión, busca devorarse como la famosa serpiente, nulificarse a
través de su propio despliegue; cuando no construye edificios su aspiración es nombrar el silencio, buscar el más silencio entre todos los rugidos de enredadera. Y para
ello requiere darse a luz. La poesía es un imposible y sin embargo existe. Las ciencias buscan lo imposible. La
palabra parece no querer nada más que sus propias leyes: no las convenciones
del lenguaje, sino los efectos de su estallido, el ordenado caos de su
escritura, discordante coordinación de singularidades que se enhebran hasta
conformar un tejido presente, espontáneo acto de dichura que culmina siempre
que se reconfigura en su particularidad de representación para quien despliega
su propio universo al recorrer la letra.
Expresura, prolongación,
destino del tajazo sobre la nada del espacio. Ninguna novedad, pero siempre
singularidad que no se desnuda: misterio, enigma, deseo, ¡la vida del lenguaje
que en su testaruda negación se afirma! Permitir el hilvanaje, dejar que la
lengua se derrame como el rescoldo de un néctar fugitivo, cauce gozoso para el
espasmo indeterminado que pende de los labios, anhelo de un devenir como
siendo, rebosante de sí: desbordamiento, alumbramiento, amplificación, grito de
la mismidad desde su yoico tránsito. La eternalidad, negada casa de la razón;
pródiga razón, herrumbrosa estructura de la negación de la nada.
Un día en que la palabra
busca salir de su silencio y se encuentra con un alma dispuesta a expresarla,
ella se regocija en sí misma retirando una veladura de su mutable intimidad.
La palabra se redescubre con una nueva corporeidad, retoña en ella una plástica del pensamiento.

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