jueves, 25 de agosto de 2016

El monstruo sin nombre (Reflexiones sobre “el nombre propio” y los mandatos intergeneracionales) Parte 1/6



Érase una vez, en un país muy lejano, un monstruo sin nombre. 

El monstruo deseaba un nombre con todas sus fuerzas, así que el monstruo decidió salir de viaje en busca de un nombre.

Pero el mundo es grande, así que se dividió en dos para continuar el camino. Uno de ellos fue al Este y el otro al Oeste.


El monstruo que fue al Este encontró una aldea, allí encontró un herrero a la entrada. 

-Oh, señor herrero, por favor deme su nombre- le suplicaba.
-No pienso darte mi nombre- protestaba el herrero. 
-Si me das tu nombre, a cambio, me introduciré en ti y te haré más fuerte.
¿En serio?- dijo- incrédulo.
 -Si me vas a volver más fuerte, te daré mi nombre.

El monstruo entró en el herrero, y así el monstruo se convirtió en el herrero, Otto.
Otto era el hombre más fuerte de la aldea. Sin embargo un día dijo…

¡Miradme! ¡miradme!-gritaba Otto.
¡Mirad que grande se ha hecho el monstruo en mi interior!
.-Grush Grush, Ñam Ñam, Grumpf Grumpf, Glup- 

El monstruo, que tenía mucha hambre, se comió a Otto desde dentro, y volvió a ser un monstruo sin nombre.

Aunque también se introdujo en el zapatero Hans… 

Grush Grush, Ñam Ñam, Grumpf Grumpf, Glup.
Volvió a ser un monstruo sin nombre.

Aunque también se introdujo en el cazador Tomas… 
Grush Grush, Ñam Ñam, Grumpf Grumpf, Glup
Una vez más volvió a ser un monstruo sin nombre.

El monstruo entró en el castillo para buscar un buen nombre. En el castillo había un niño enfermo.

“Si me das tu nombre, te haré más fuerte” tentaba el monstruo al niño.

“Si logras que me recupere y me haces más fuerte, te daré mi nombre” pidió el jovencito.
El monstruo se introdujo en el niño. El niño se recuperó totalmente. El Rey estaba muy contento.

-¡El Príncipe se ha curado! ¡el Príncipe se ha curado!-gritaba alegre el Rey.

Al monstruo le gustó el nombre del niño y también la vida en el castillo. Por lo tanto, aunque se moría de hambre, se contenía. Aunque cada vez tenía más hambre, se contenía. Pero llego a tener tanta hambre…

“¡Miradme! ¡Miradme! ¡Mirad que grande se ha hecho el monstruo en mi interior!”.

El niño se comió a sus sirvientes y a su padre, a todos.

Grush Grush, Ñam Ñam, Grumpf Grumpf, Glup

Ya que no quedaba nadie, el niño se fue de viaje. Caminó y caminó durante varios días.

Un día, el niño se encontró con el monstruo que había ido al Oeste.

-Yo tengo nombre, es un nombre muy bonito-
El monstruo que fue al Oeste dijo:

-No necesitas un nombre, puedes ser feliz sin uno. Somos monstruos sin nombre al fin y al cabo.

El niño se comió al monstruo que había ido al Oeste. Aunque por fin había conseguido un nombre, no quedaba nadie que lo pudiera llamar por él, aun siendo Johan un nombre tan bonito.

Este cuento es parte del anime “MONSTER” y nos permite pensar algunas cuestiones que giran en torno al nombre.

¿Qué es un nombre propio?, ¿Cuál es la función del nombre?, ¿El nombre, es propio o ajeno? ¿Es una monstruosidad no tener nombre?, ¿Por qué el monstruo del Este encuentra siempre una falla en su identificación?¿Acaso no es hacerse un nombre propio el nombrarse monstro sin nombre?


sábado, 13 de agosto de 2016

El diván desde el diván


Dos momentos en análisis: en el primero, después de dos sesiones pasé al diván. Entonces, tras un par de meses, bajo la influencia de determinadas circunstancias que me invitaban a gozar de un modo peculiar, dejé el análisis. Una impresión, sin embargo, me quedó: viví aquel pasaje del cara a cara al recostarme ante el vacío como algo violento. 
Segundo momento: después de algunos años decido retomar el análisis; lleno de preguntas, de agresión y con el propósito de establecer un análisis didáctico, es decir, un análisis con miras en la formación de un analista. Entonces la cuestión fue diferente. Pasó un número considerable de sesiones antes de hacer el pasaje al diván. Hubo alguna expectativa en torno a este tema, ¿por qué entonces no se me invitaba a recostarme y hablar hasta que el habla me hablara? Un día, después de un par de meses de hablar cara a cara, en mitad de una sesión:      
   
–¿Qué te parece si ahora pasas al diván?–, dijo el analista.

–¿En este momento?–, pregunté algo titubeante, con unos nervios que juzgué ridículos en aquel momento.     

–Sí–, respondió con parsimonia, con esa extraña paz que deja en vilo algo incierto, algo apenas esbozado en el cuerpo, en el sudor de las manos y el difuso rictus que adivinaba dibujado en mi rostro.

Pese a la constante afirmación de los psicoanalistas de que el psicoanálisis no es una escuela iniciática, en aquel momento me sentí como en un rito de iniciación. ¿No es el rito, después de todo, un dispositivo (es decir que se dispone de las palabras, de los espacios, los objetos y los actos) por medio del cual se pone en acto un pasaje simbólico emparentado con el orden del saber? Allí estaba yo de nuevo frente a aquella pared blanca apenas adornada por dos cuadros: en uno, un paisaje, una llanura poblada de vegetación y en el fondo tres montañas, la sierra, los pinos, el óleo desvanecido de las nubes que eran ahora las que me devolvían la mirada; en el otro, un llano seco, duro, espinoso, un llano invadido por los ocres y un hombre con sombrero y jorongo sobre un jamelgo, que me recordaba aquellos pasajes de los libros en que el protagonista es el México sangriento y ciego de la Revolución. Me sentía, pues, iniciado en mí, dispuesto a sumergirme en las aguas de un saber indeterminado, un saber mío, sobre mi historia; un saber agujerado por cuyo hueco podría atisbar otras historias, otros huecos en busca de forma para su contorno: la escucha, a final de cuentas.

Había descubierto una nueva forma de decirme, de escucharme. El testimonio iba dirigido a otro cuya presencia se adivinaba, mas no se hacía patente en el espacio visual. El enigma: ¿cómo fue que en aquella primera ocasión la experiencia del pasaje de la mirada al vertiginoso vacío, al divánico vacío, la había tomado como violenta? La respuesta, por lo menos la respuesta que he llegado a articular, se hallaba en aquel cuadro de las montañas: el mismo espacio, el mismo analista, el mismo cuadro en ambas ocasiones, pero algo radicalmente distinto había acontecido en mí. Si algo me hace sentir en paz, me transporta a una experiencia poética de la vida, es la contemplación de la naturaleza y, particularmente, una contemplación más bien activa en que se recorren con una curiosidad casi infantil los caminos de la sierra.

Una mañana recorrí en una camioneta los caminos de la Sierra Mixe en dirección a uno de los destinos más populares entre los amantes de la naturaleza: las cascadas petrificadas de Hierve el Agua. Una vez allí, caminé maravillado hasta alcanzar las pozas naturales en que se congregan los bañistas. Una vista imponente de tan maravillosa: al borde de una de las pozas, la roca calcárea hacía una curva abrupta hacia abajo. En el primer momento, me acerqué con timidez hasta la orilla. El agua se deslizaba por la roca como una seda que nunca termina de caer por la piel de la montaña. Había allí algo incitante, algo erótico en aquel caer cristalino, un sentimiento confuso que, a la vez que maravillaba, imponía un miedo inmenso a caer.



Recordé entonces una de las ideas poderosas que se suelen encontrar en los libros que marcan nuestras vidas. En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera dice sobre el vértigo que no se trata del temor a caer, sino del deseo de hacerlo. Precisaría que se trata del temor al deseo de caer. Mirando desde esa orilla, mis pies temblaban, y estaba seguro de que no caería, a menos que mis piernas fallaran, lo que parecía suceder justo en ese momento en que me engarrotaba. Encontré una lectura similar en las descripciones de Karen Horney en La personalidad neurótica de nuestro tiempo: la angustia, en este caso, era una defensa bastante comprensible ante el deseo inconsciente de arrojarse al abismo. Y, como suele suceder en la neurosis, una defensa en la que insiste la fuente del miedo primero.

Con el paso del tiempo y con la progresiva exploración de los terrenos de la sierra, fui, hasta cierto punto, familiarizándome con la tierra, con las sensaciones que me provocaba. Hacia el final de mi estancia, logré mantenerme en pie frente al abismo, observando las caricias entre el agua y la roca, con la clara idea de que el vacío seguía allí imponente frente a mí, pero ahora más como algo que me permitía descubrirme en nuevas posibilidades, que me invitaba a hacer un nuevo trazo sobre la nubosa blancura de mi angustia. Sin embargo, si en la primera vista que tuve de aquella inmensidad alguien me hubiera hecho la mala pasada de darme un empujón para asustarme, lo más probable es que no habría vuelto a poner un pie cerca de esa poza, o quizás habría esperado un largo rato (quizás un par de años), para volver a intentar mirar desde aquel lugar.



La mirada sostiene, ofrece un lugar seguro y constituye un asidero frente a la angustia. ¿Cómo fue que viví la primera experiencia del diván como algo violento? Sí: la respuesta estaba en el mismo cuadro que contemplé después, en el recuerdo de la sierra y del vértigo. Sentí que había sido empujado frente al vacío –si bien esta no parecía ser la intención de mi analista– y que no había sido capaz de enfrentar aquella angustia, aquel soltarme de la mirada del otro para apreciar la inmensidad del habla que me hablaba. Requería hacer una aproximación más lenta, darle la vuelta al terreno para reconocerlo antes de enfrentarme nuevamente a la imponente imagen, pues hay niveles de angustia soportables y otros que nos llevan a huir sin más remedio. La pérdida de este primer sostén, que es la mirada del analista, nos lleva ante la vastedad del abismo. Lo cierto es que, parafraseando la tan recurrida frase nietzscheana, después de mucho mirar, el abismo también devuelve la mirada.