Dos
momentos en análisis: en el primero, después de dos sesiones pasé al diván.
Entonces, tras un par de meses, bajo la influencia de determinadas
circunstancias que me invitaban a gozar de un modo peculiar, dejé el análisis.
Una impresión, sin embargo, me quedó: viví aquel pasaje del cara a cara al
recostarme ante el vacío como algo violento.
Segundo
momento: después de algunos años decido retomar el análisis; lleno de
preguntas, de agresión y con el propósito de establecer un análisis didáctico, es
decir, un análisis con miras en la formación de un analista. Entonces la
cuestión fue diferente. Pasó un número considerable de sesiones antes de hacer
el pasaje al diván. Hubo alguna expectativa en torno a este tema, ¿por qué
entonces no se me invitaba a recostarme y hablar hasta que el habla me hablara?
Un día, después de un par de meses de hablar cara a cara, en mitad de una
sesión:
–¿Qué te parece si ahora pasas al diván?–, dijo el analista.
–¿En este momento?–, pregunté algo titubeante, con unos nervios que juzgué
ridículos en aquel momento.
–Sí–, respondió con parsimonia, con esa extraña paz que deja en vilo algo
incierto, algo apenas esbozado en el cuerpo, en el sudor de las manos y el
difuso rictus que adivinaba dibujado en mi rostro.
Pese
a la constante afirmación de los psicoanalistas de que el psicoanálisis no es
una escuela iniciática, en aquel momento me sentí como en un rito de
iniciación. ¿No es el rito, después de todo, un dispositivo (es decir que se
dispone de las palabras, de los espacios, los objetos y los actos) por medio
del cual se pone en acto un pasaje simbólico emparentado con el orden del
saber? Allí estaba yo de nuevo frente a aquella pared blanca apenas adornada
por dos cuadros: en uno, un paisaje, una llanura poblada de vegetación y en el
fondo tres montañas, la sierra, los pinos, el óleo desvanecido de las nubes que
eran ahora las que me devolvían la mirada; en el otro, un llano seco, duro,
espinoso, un llano invadido por los ocres y un hombre con sombrero y jorongo
sobre un jamelgo, que me recordaba aquellos pasajes de los libros en que el
protagonista es el México sangriento y ciego de la Revolución. Me sentía, pues,
iniciado en mí, dispuesto a sumergirme en las aguas de un saber indeterminado,
un saber mío, sobre mi historia; un saber agujerado por cuyo hueco podría
atisbar otras historias, otros huecos en busca de forma para su contorno: la
escucha, a final de cuentas.
Había descubierto una nueva forma de decirme, de
escucharme. El testimonio iba dirigido a otro cuya presencia se adivinaba, mas
no se hacía patente en el espacio visual. El enigma: ¿cómo fue que en aquella
primera ocasión la experiencia del pasaje de la mirada al vertiginoso vacío, al
divánico vacío, la había tomado como violenta? La respuesta, por lo menos la
respuesta que he llegado a articular, se hallaba en aquel cuadro de las
montañas: el mismo espacio, el mismo analista, el mismo cuadro en ambas
ocasiones, pero algo radicalmente distinto había acontecido en mí. Si algo me
hace sentir en paz, me transporta a una experiencia poética de la vida, es la
contemplación de la naturaleza y, particularmente, una contemplación más bien
activa en que se recorren con una curiosidad casi infantil los caminos de la
sierra.
Una mañana recorrí en una camioneta los caminos de la Sierra
Mixe en dirección a uno de los destinos más populares entre los amantes de la
naturaleza: las cascadas petrificadas de Hierve el Agua. Una vez allí, caminé maravillado hasta alcanzar las pozas naturales en que se congregan los
bañistas. Una vista imponente de tan maravillosa: al borde de una de las pozas,
la roca calcárea hacía una curva abrupta hacia abajo. En el primer momento, me
acerqué con timidez hasta la orilla. El agua se deslizaba por la roca como una
seda que nunca termina de caer por la piel de la montaña. Había allí algo
incitante, algo erótico en aquel caer cristalino, un sentimiento confuso que, a
la vez que maravillaba, imponía un miedo inmenso a caer.
Recordé entonces una de las ideas poderosas que se suelen encontrar en los libros que marcan nuestras vidas. En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera dice sobre el vértigo que no se trata del temor a caer, sino del deseo de hacerlo. Precisaría que se trata del temor al deseo de caer. Mirando desde esa orilla, mis pies temblaban, y estaba seguro de que no caería, a menos que mis piernas fallaran, lo que parecía suceder justo en ese momento en que me engarrotaba. Encontré una lectura similar en las descripciones de Karen Horney en La personalidad neurótica de nuestro tiempo: la angustia, en este caso, era una defensa bastante comprensible ante el deseo inconsciente de arrojarse al abismo. Y, como suele suceder en la neurosis, una defensa en la que insiste la fuente del miedo primero.
Con el paso del tiempo y con la progresiva exploración de
los terrenos de la sierra, fui, hasta cierto punto, familiarizándome con la
tierra, con las sensaciones que me provocaba. Hacia el final de mi estancia,
logré mantenerme en pie frente al abismo, observando las caricias entre el agua
y la roca, con la clara idea de que el vacío seguía allí imponente frente a mí,
pero ahora más como algo que me permitía descubrirme en nuevas posibilidades,
que me invitaba a hacer un nuevo trazo sobre la nubosa blancura de mi angustia.
Sin embargo, si en la primera vista que tuve de aquella inmensidad alguien me
hubiera hecho la mala pasada de darme un empujón para asustarme, lo más
probable es que no habría vuelto a poner un pie cerca de esa poza, o quizás
habría esperado un largo rato (quizás un par de años), para volver a intentar
mirar desde aquel lugar.
La mirada sostiene, ofrece un lugar seguro y constituye un
asidero frente a la angustia. ¿Cómo fue que viví la primera experiencia del
diván como algo violento? Sí: la respuesta estaba en el mismo cuadro que
contemplé después, en el recuerdo de la sierra y del vértigo. Sentí que había
sido empujado frente al vacío –si bien esta no parecía ser la intención de mi
analista– y que no había sido capaz de enfrentar aquella angustia, aquel
soltarme de la mirada del otro para apreciar la inmensidad del habla que me
hablaba. Requería hacer una aproximación más lenta, darle la vuelta al terreno
para reconocerlo antes de enfrentarme nuevamente a la imponente imagen, pues
hay niveles de angustia soportables y otros que nos llevan a huir sin más
remedio. La pérdida de este primer sostén, que es la mirada del analista, nos
lleva ante la vastedad del abismo. Lo cierto es que, parafraseando la tan
recurrida frase nietzscheana, después de mucho mirar, el abismo también
devuelve la mirada.


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